jueves, 21 de septiembre de 2017

La caja

El único elemento palpable además de la superficie de madera sostenida era esa caja maltratada, maloliente a humedades escondidas y rezumante de antigüedad química. Mirada constante, indiferente al trajín del milenio, sin prisa, sin dueño y ajena al mustio replicar digital. Paredes deshabitadas frente al cartón preñado y él decidiéndose. 

Sentados frente a frente como amantes núbiles a punto del abandono, conscientes del antes y el después de abrirse al otro. La seducción era tan sutil como las miradas esquivas de lo ajeno y tan densa como el precipicio de unos labios entreabiertos. Vaciló una vez más, cerró la puerta y acarició el aire que los separaba. No terminaba de entender cómo se había insertado en su lóbulo temporal incluso sin los sentidos de por medio, fue la mención de la simple posibilidad y la memoria se rindió a sus pies. Se había obsesionado y ahora que sus huellas podían impregnarse también en su superficie centenaria, no quería, no sabía si podía permitirse romper la quimera... tenía miedo como la noche previa a la mañana de Reyes cuando la posibilidad del desengaño lo paralizaba en el umbral de la puerta, qué doloroso momento aquel del desengaño, qué fortaleza la de la curiosidad que todo lo arriesga. Posó sus manos y abrió la caja.


Placas de vidrio fotograbadas de un ayer mudo y anónimo lo observaban inertes. Cuando supo de la subasta familiar, no lo dudó, quería pensar que ahí encontraría algo olvidado, un tesoro en la sombra del estudio familiar que inmortalizó doscientos años de imágenes. Noches enteras elucubrando posibilidades habían nutrido la espera de escenarios y rostros estampados en cinc ansiosos de luz para inquietar la curiosidad de pupilas ajenas. Con sumo cuidado y ceremonia fue extrayendo cada placa, adivinando detalles, reparando el tiempo del olvido y retirando el manto de polvo que cubría el vidrio ignorado. Una placa llamó su atención, se trataba de una escena en la que aparecía una carroza con la ninfa del carnaval y su comitiva. Algo se desprendió interrumpiendo la hipnosis. Entre la caja y el suelo, un rectángulo de papel cetrino lo desafiaba: "¿Sería aquella su fortuna?", desdoblando el tiempo, leyó:

                                                                                                    
                                                                                                                El Mazuco, Asturias
                                                                                                             21 de septiembre de 1937

Querido amigo:

La noche asturiana nos abandona, tan distinta al amanecer teñido de sal y esperanza de nuestra tierra. Nadie parece tener ya ánimos para conversar o prender fogatas ni calentar alimentos, los franquistas nos están eliminando de apoco y yo sólo puedo recordar un día que había juzgado insignificante. ¡Qué caprichosa la mente ante el miedo de sus inciertas horas! ¡No tiene piedad de un pobre soldado la memoria! Quiso la providencia hallarme aquí y darme sólo este papel cual redención. 

Amigo, te recuerdo extasiado con tu máquina fotográfica, todos ignorantes de esta guerra que se avecinaba y yo ofuscado por nada y por todo, esperaba algo sin saber ni qué y me sentía incómodo por tanta frivolidad. Gritaste a la multitud: "todos quietos, por favor" y mi rebeldía me alcanzó para mirar hacia otro lado y hacer protesta con mis brazos en jarra como si tuviera algo mucho más importante a la vuelta de la cabalgata. El cascarrabias me llamabas entre risas y con cuánto orgullo defendía mi estandarte gris. 

Crujen las ramas secas bajo mi cuerpo y mi mente martillea: "¿Por qué tanto disgusto?"

Quería que supieras que si Dios tuviera a bien regresarnos el tiempo, miraría al frente como los demás y me permitiría sonreírte con gusto.

Tu amigo,

Rafael














martes, 17 de enero de 2017

Laureles en tus brazos

Se había quedado enraizado en la tierra maltrecha, magullada de caídas y brincos imberbes. Sentía que el centro de sí mismo había sido arrasado por la ingrata pérdida del momento, del segundo arrebatado, de la adrenalina desbordada y disuelta en nada. La gravedad del sueño perdido lo arrastraba hacia la mirada doblegada, los hombros inertes, la espalda prematuramente senil. 

La derrota es una invitada soberbia al banquete de la renuncia; la resignación, el plato incómodo que nadie sabe exactamente cómo ingerir. Estar al frente del barco en la tempestad no se compara con el verdadero reto de recolectar los pedazos de la tripulación y adecentar las filas para reflotar naves y espíritus arrasados por esa negra presencia de haber fallado.

Vio al hombre regresar al tiempo de sus brazos, la figura mermaba entre yardas de tierra asfixiada y la inmovilidad del contorno proyectaba una angustia galopante. Por instinto su cuerpo se rindió al complemento, sus piernas comenzaron el descenso hacia el infierno del otro porque salvar era su razón de ser desde que ellos habían nacido. A medida que la figura de su hijo se aproximaba, recordaba todas las veces que había estado ahí para él: su primera caída en bicicleta, las primeras derrotas como jugador, berrinches por juguetes anhelados que amenazaban las finanzas... Aprender a vivir implicaba abrazar el dolor pero sabía que la repetición no hacía que doliera menos. 

A centímetros de él, se detuvo un instante eterno que midió la constante de ser padre, el impacto de estar presente, de contar para construir un hombre, de sacrificar para obtener la recompensa infinita de su sonrisa y deslizó su brazo por el hombro derrotado como la respuesta a todos los males del mundo y el escudo anti pesadillas infalible. 

Sintió de nuevo, despertó del sopor fantasmal de las inseguridades, dejó de contemplar las proyecciones del hubiera en el campo y giró el rostro salobre hacia los ojos de siempre, los mismos que lo miraban brillar detrás del maquillaje de payaso para trocar lágrimas por un estruendo de risas. La viga del brazo de su padre había apuntalado el ánimo, el cuerpo volvía a su equilibrio habitual de hombre fornido dueño de su piel y el niño volvía a brincar de gusto en el corazón de ambos. Todo estaba bien, él estaba allí. 

Una batalla se había perdido ese día pero a la victoria le crecían frondosas ramas de laurel entre esos brazos de padre e hijo.