Las hay anónimas y simples; icónicas y profusamente adornadas; modernas o tradicionales, pero todas ellas son las pupilas nocturnas de nuestras poblaciones; bajo sus pestañas de hierro nuestros movimientos se pasean entre sombras, desfilando por calles, avenidas y plazas. La luz y el hombre, las tinieblas y el espíritu; ellas que nos salvan en la tierra como el haz del faro lo hace en el mar. La fascinación humana por vencer la obscuridad nos acerca a los dioses. En las tinieblas nos empequeñecemos, nos encontramos con las raíces de nuestros miedos, de nuestras inseguridades; en la luz, nos vencemos, nos hacemos grandes; esa fue la venganza del titán Prometeo, hacernos autodependendientes.
Las luminarias parecen dirigir su propio espectáculo nocturno, como directores de fotografía deciden la luz entre las esquinas, reflejan las sombras en los rostros que guardan conversaciones a medias entre labios apasionados y abrazos pausados y, graban, recopilan todas las historias que han alumbrado como luciérnagas de hierro. En esta ciudad de sal tan niña y tan vieja, las farolas hacen y deshacen las noches espectrales. Desde mi infancia, la luz cálida de las farolas gaditanas y el rocío nocturno se han fusionado como telón de fondo de todas las historias de hoy y siempre. La mente inquieta, ansiosa y fantasiosa de esta niña sólo necesitaba de ese empujón para ver mezclados entre los gaditanos de hoy a los de ayer.