Solemos pensar que hay ciertas edades para vivir experiencias
y descubrir nuestras cualidades, nuestros talentos y nuestros defectos. El ser humano parece estar en continuo movimiento, en continua evolución física, desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, tal y como atestigua la piel con su película hacia la descomposición final de nuestra vida. Sin embargo, este movimiento no se corresponde equitativamente con lo que a cualidades o talentos se refiere, pues estos viven encadenados a ciertas edades y más allá de ellas no se espera que ocurra lo que no debe acontecer. La historia que voy a narrar a continuación contradice el hermetismo de lo descubierto cuando no había nada que descubrir, es un canto de esperanza y una llamada de atención para los que dejaron en el camino talentos desconocidos.
Esas navidades de 1993 apareció, entre las muñecas, los juguetes y los cuentos, un regalo poco habitual que se correspondía con la necesidad de despertar en los niños las cualidades que poco a poco podían ir descubriendo en su desarrollo. El caballete tenía un lazo rojo en el extremo superior y venía acompañado de un lienzo y de su estuche de pinturas para principiantes. Lo primero que pensé fue dónde colocaríamos en la habitación de mi hija ese objeto tan estorboso, recé para que el capricho le durara más de dos días y que no terminara como un perchero bohemio con pretensiones artísticas.