martes, 17 de enero de 2017

Laureles en tus brazos

Se había quedado enraizado en la tierra maltrecha, magullada de caídas y brincos imberbes. Sentía que el centro de sí mismo había sido arrasado por la ingrata pérdida del momento, del segundo arrebatado, de la adrenalina desbordada y disuelta en nada. La gravedad del sueño perdido lo arrastraba hacia la mirada doblegada, los hombros inertes, la espalda prematuramente senil. 

La derrota es una invitada soberbia al banquete de la renuncia; la resignación, el plato incómodo que nadie sabe exactamente cómo ingerir. Estar al frente del barco en la tempestad no se compara con el verdadero reto de recolectar los pedazos de la tripulación y adecentar las filas para reflotar naves y espíritus arrasados por esa negra presencia de haber fallado.

Vio al hombre regresar al tiempo de sus brazos, la figura mermaba entre yardas de tierra asfixiada y la inmovilidad del contorno proyectaba una angustia galopante. Por instinto su cuerpo se rindió al complemento, sus piernas comenzaron el descenso hacia el infierno del otro porque salvar era su razón de ser desde que ellos habían nacido. A medida que la figura de su hijo se aproximaba, recordaba todas las veces que había estado ahí para él: su primera caída en bicicleta, las primeras derrotas como jugador, berrinches por juguetes anhelados que amenazaban las finanzas... Aprender a vivir implicaba abrazar el dolor pero sabía que la repetición no hacía que doliera menos. 

A centímetros de él, se detuvo un instante eterno que midió la constante de ser padre, el impacto de estar presente, de contar para construir un hombre, de sacrificar para obtener la recompensa infinita de su sonrisa y deslizó su brazo por el hombro derrotado como la respuesta a todos los males del mundo y el escudo anti pesadillas infalible. 

Sintió de nuevo, despertó del sopor fantasmal de las inseguridades, dejó de contemplar las proyecciones del hubiera en el campo y giró el rostro salobre hacia los ojos de siempre, los mismos que lo miraban brillar detrás del maquillaje de payaso para trocar lágrimas por un estruendo de risas. La viga del brazo de su padre había apuntalado el ánimo, el cuerpo volvía a su equilibrio habitual de hombre fornido dueño de su piel y el niño volvía a brincar de gusto en el corazón de ambos. Todo estaba bien, él estaba allí. 

Una batalla se había perdido ese día pero a la victoria le crecían frondosas ramas de laurel entre esos brazos de padre e hijo.