jueves, 13 de mayo de 2010

El coleccionista de encuentros


Suena el despertador en la casa de la calle Ocampo, la luz languidece en las esquinas y los olores del mercado vuelven a revivir el trajín de la rutina de una ciudad esperando las lluvias. El peso de la noche en vela se cuelga de sus hombros y le susurra que la noche fue pesada y que tiene todo el derecho de volver a dormir, sin embargo, Amador tiene un cansancio que ama, profesa y, sobre todo, que duerme en la habitación contigua: Amalia. Abre las cortinas y deja entrar el aire de una mañana cualquiera, el taquero de la esquina ya comienza a impregnar la atmósfera con el aroma de las cebollas, el cilantro y la carne de sus platillos de mañana, recordándole a su estómago que apenas recibió unos cuantos bocados entre los turnos de las enfermeras. De camino a la cocina, se detiene en la habitación de Amalia, su perfume fresco y juvenil se cuela entre las rendijas de la puerta llena de sombras, recordándole tiempos en los que ella compartía su lecho y lo despertaba antes que el sol para compensar las horas de ausencia. Abre la puerta y saluda a la enfermera; por un instante, las fuerzas lo abandonan al constatar que una mañana más, el tiempo se lleva el rubor de sus mejillas y la intensidad de su inquieta compañera. La madera del suelo, la despierta de su somnolente vigilia y abre sus ojos con ese brillo de quinceañera anhelante: