jueves, 13 de mayo de 2010

El coleccionista de encuentros


Suena el despertador en la casa de la calle Ocampo, la luz languidece en las esquinas y los olores del mercado vuelven a revivir el trajín de la rutina de una ciudad esperando las lluvias. El peso de la noche en vela se cuelga de sus hombros y le susurra que la noche fue pesada y que tiene todo el derecho de volver a dormir, sin embargo, Amador tiene un cansancio que ama, profesa y, sobre todo, que duerme en la habitación contigua: Amalia. Abre las cortinas y deja entrar el aire de una mañana cualquiera, el taquero de la esquina ya comienza a impregnar la atmósfera con el aroma de las cebollas, el cilantro y la carne de sus platillos de mañana, recordándole a su estómago que apenas recibió unos cuantos bocados entre los turnos de las enfermeras. De camino a la cocina, se detiene en la habitación de Amalia, su perfume fresco y juvenil se cuela entre las rendijas de la puerta llena de sombras, recordándole tiempos en los que ella compartía su lecho y lo despertaba antes que el sol para compensar las horas de ausencia. Abre la puerta y saluda a la enfermera; por un instante, las fuerzas lo abandonan al constatar que una mañana más, el tiempo se lleva el rubor de sus mejillas y la intensidad de su inquieta compañera. La madera del suelo, la despierta de su somnolente vigilia y abre sus ojos con ese brillo de quinceañera anhelante:


-Amador, ¿ya has desayunado?

-Claro que sí amor, tú tranquila, ahora te voy a preparar para la visita de tu amiga Rosa, acuérdate que hoy iban a repasar las tareas del domingo.


Desde que Amalia comenzó a perderse en el turbio camino de la enfermedad, Amador quiso deambular a su lado. A pesar de la presencia de las enfermeras, sólo él se encargaba de bañarla, vestirla, prepararla y hacerla sentir que los años a su lado lo prepararon para peinar sus grises cabellos; pero sobre todo, debía seguir coleccionando encuentros para Amalia, pues sólo ella lo convirtió en un coleccionista un lluvioso mes de julio.


Su madre y ella salían de la Iglesia mayor e intentaban caminar sin mojarse demasiado los zapatos, cuando él se disponía a entrar en el juzgado civil nº 1. La vio mirando al cielo y al suelo indistintamente entre risas y regaños de su madre, salió corriendo a ofrecerles un taxi que las acompañara a casa. Tras las consecuentes investigaciones, consiguió los datos de Amalia y las primeras visitas para cortejarla. Ella permanecía cercana y lejana al mismo tiempo, en el bastión liviano de las vírgenes griegas, curiosa y caprichosa, un día lo retó:


-Amador, deja de perder tu tiempo porque yo sólo me casaré con un coleccionista de encuentros, alguien que pueda regalarme todas las casualidades del amor en el mundo, alguien que robe historias imposibles y las haga mías a través de él.


Confuso y desilusionado, no podía entender las palabras de la inquieta muchacha, cómo un simple juez conseguiría tremendo acercamiento a la fantasía... Entre los pasillos del juzgado corrían las parejas preparando sus enlaces, entre familias y personal de la administración siempre había un barullo de voces ininteligibles que chocaban en las oficinas de los jueces; molesto por tanto ruido intentó encontrar la fuente de tanto escándalo y justo en ese momento, se dio cuenta que tenía la fuente de su colección justo en sus orejas; al fondo del pasillo una pareja poco convencional discutía en dos idiomas:


-Amélie, por favor, entiende que mi mamá sueña con una ceremonia convencional...

-Juan, mais tu savais que je suis athée...


La solución al problema era tan obvia, él vivía inmerso en ese mundo de fantasía y amor entre mundos, costumbres, idiomas e ideas, sólo él oficiliazaba esas uniones y sólo él era testigo de esos encuentros casuales del destino entre las parejas y sus conexiones. Desde ese momento, coleccionó encuentros y ofició matrimonios, sobre todo, aquellos entre dos mundos, su fetiche personal. De este modo, se amontonó en su oficina una larga lista de parejas de distintas nacionalidades, fotos, firmas pero sobre todo momentos, así como las historias más absurdas para su Amalia inquieta, las mismas que en las horas sombrías de la enfermedad hacían surgir los ojos de aquel julio lluvioso.

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