sábado, 17 de abril de 2010

El día que nacemos


Abrimos los ojos al mundo después de haber pasado un sin fin de aventuras dentro de la líquida realidad del cobijo materno, atravesamos contracciones, canales o simplemente nos sacan cuidadosamente de nuestra oscura comodidad a la brillante luz de un mundo desconocido, ruidoso y frío donde somos conscientes por primera vez de que ya no harán todo por nosotros, sino que seremos nosotros los que tendremos que movernos, respirar, comer y aprender a vivir con la gravedad de la tierra firme. Con cuidado el señor de la bata blanca nos coloca en un espacio aséptico, frío y, sobre todo, sólido; llanto como resultado del golpe con el espacio en la piel sensible; nos revisan, nos miden, nos pesan y nos catalogan y eso es sólo el principio de todo lo que nos espera.

Nuestros ojos líquidos apenas se acostumbran al impacto de la luz cuando por fin aparece en el camino un recuerdo cálido y confortable de aquellos nueve meses de comodidad, el latido del corazón de quien nos dio la vida, el ritmo del amor que nos meció en su vientre y nos dio la mitad de su sangre, de sus alimentos, de su respiración, incluso de sus huesos. Sólo una mirada basta para reconocer la cubierta familiar de las entrañas. Ahora en sus brazos empezamos a olvidar todo lo que ya no tendremos y la vida nos parece menos injusta e incómoda, porque no estamos solos en ese reto; reconocemos en esos ojos todo el amor que nos trajo a la vida, la emoción del nacimiento en ese rostro cansado nos hace importantes, pues fue, es y será un sufrimiento compartido.
Hoy, 17 de abril, 25 años después de mi nacimiento, intento recuperar ese momento en el que vi los ojos de mi madre por primera vez y no recuerdo nada del sufrimiento, ni de los canales ni siquiera de los espacios asépticos del hospital, sólo me embarga una emoción inmensa al sentir sobre mí todo el amor invariable, imperturbable y constante de mi madre por esa persona que trajo al mundo después de horas de sufrimiento (aún hoy sin final) y la gratitud de una vida que puedo disfrutar ante la cercanía aterradora de los treinta y la lejanía extraña de los veinte. Sólo puedo decir que el día que nacemos es sin duda una fecha llena de conexiones entre los tiempos de todas las personas que nacieron un día para seguir desembocando en nuevos espacios personales, para seguir filtrando nuevas promesas y oportunidades, pero sobre todo para continuar con ese vínculo interminable que te convierte en madre y en hijo.
Gracias por mi mejor regalo: la vida.

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