lunes, 3 de enero de 2011

Historia de una ilusión perdida


La mañana iba despuntando sobre las hojas doradas y el murmullo del río. En la lejanía, se perdía la mirada de una despedida, mientras que el silencio abandonaba el sueño de la noche y los primeros suspiros aparecían tras la llamada del gallo. Todo parecía igual que ayer, y, sin embargo, completamente del revés, como si el tiempo prosiguiera, aun cuando ese sector del mundo andaba varado y sin sentido.


Ana miraba el horizonte, sólo era una minúscula figura perdida entre los surcos de la tierra, pero simbolizaba el núcleo de la tristeza que atenazaba aquella mañana de septiembre. Con la mano extendida contemplaba fijamente una vieja fotografía, como si, aferrándose a ella, consiguiera atarlo a la vida, tal y como se encontraba asido a su alma. Ella se había quedado aquí, como un cachorro desorientado e indefenso, abandonado en la carretera y, aunque su corazón seguía latiendo, el ritmo de su vida se había acabado con aquel último suspiro. Todos los rincones del Gallarín parecían desprovistos de encanto y lo que con tanta satisfacción observaban juntos al caer la tarde, sentados en el banco de la entrada, no la hacía sino parecer más lejana.


Los recuerdos y las palabras se presentaban en su mente atropelladamente, pues el dolor lo ocupaba todo. Miraba el horizonte, pero no veía los tractores trabajar; su piel se erizaba por la brisa, mientras a ella se le antojaba una caricia pasada; las gallinas correteaban a su alrededor, pero en su imaginación sólo escuchaba los reproches de su amor por dejarlas sueltas y así, tantas otras cosas como el ímpetu de la vida regala, sin entender de momentos o situaciones. Levantándose, se dirigió hacia el patio del cortijo, lo primero que apareció al levantar la vista fue la puerta del dormitorio, un relámpago de soledad irrumpió en su pecho: qué sentido tenía una cama de dos para una errante y su sombra de nostalgia... cómo miraría a las estrellas cada noche sin su mano en la suya... y cómo se enfrentaría a los miedos si se habían llevado su valentía. Sentándose en el borde de la cama, recordó la primera vez que sintió las gastadas sábanas. De repente, volvieron a su mente los escalofríos de las primeras caricias, dibujando éstas una endeble sonrisa en su arrugado rostro y difuminando, por un segundo, el frío interior.


Cogió su colonia de la mesilla de noche y vertió unas gotas en su pañuelo, la fragancia penetró fuertemente y, por un instante, le pareció que la llamaba... Qué significaba la existencia, se preguntó, si sólo podía seguir adelante aferrada a los pequeños retazos de una vida pasada. La ironía era enorme para su mente cansada; la soledad, demasiado pesada para su frágil cuerpo. Manuel había muerto y con él su ilusión. Ahora, sólo le quedaba el silencio del campo andaluz, la compañía desinteresada e interesada de sus hijos y nietos, sin embargo, el principal motor de la ilusión, que es el amor, se había caído por el pozo del olvido, abandonándola a la espera de recuperar la sonrisa otorgada por el sueño eterno. En ese instante supo que sólo la muerte la soñaba.

Esta es la triste realidad para los corazones que han latido al mismo compás, para las vidas que sólo se entienden como una y para la ilusión nacida del amor sin límites.

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