La intolerancia musical es el primer síntoma de un corazón destrozado. Cuando nos rompemos en mil pedazos comienzan a acecharnos los recuerdos de tiempos que ya no son y estos viajan mucho mejor a través de las notas y el pentagrama. Se adaptan al compás, al cantante y se insertan tan profundamente en nuestros oídos que la mente comienza a retorcerse en la herida mental del recuerdo. En esos momentos parece que todas las radios, los programas de televisión, internet e, incluso, cualquier lugar público se pusieran de acuerdo y nos bombardearan sin piedad el alma.
Llevo meses con la radio desconectada, la televisión apagada y el iPod sin conectarse conmigo por miedo al escozor; mi alma ha llegado a un grado tan elevado de autoflagelación que la exposición a la música puede hacerme llorar sin control. Recuerdo aquellos días en los que la música y yo éramos inseparables, lo mismo le cantaba al desengaño que al amor adolescente y esas combinaciones no significaban nada para mí, sólo una cuestión sonora y armónica. En cualquier actividad me acompañaban las musas cantando; la alegría es tan liviana que no le damos importancia, mientras que el sufrimiento es tan egoísta que lo ocupa todo, incluso el corazón de una melómana.
Ahora sólo espero descubrirme un día gritando a pleno pulmón las canciones de mi vida sin dolor, sin vacío, sin culpa... sólo por el placer de cantar mientras la cotidianidad vuelve a tomar su protagónico disimulado. Sé que habrá canciones que permanecerán prohibidas durante años, pero como he leído hoy en un blog recién descubierto (gracias, Pablo y su ensayo de palabras):
"Ten cuidado cuando el tiempo eche raíces hacia el futuro desde el pasado porque, entonces, el presente será sólo un recuerdo aniquilado".
La música para los oídos es buena porque la escuchamos cuando queremos, pero la música para el corazón es tan hábil y sutil porque es imperceptible, nos está hablando siempre, incluso cuando no escuchamos.
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