viernes, 24 de octubre de 2014

Error de paralaje

Tomarse algo suele ser una convivencia social unas veces necesaria, otras fortuita pero siempre una promesa para el que sabe escuchar. Entre un café en vaso o en taza, una cerveza clara o morena y, quizás, unas tapas o unas buenas tostadas pueden colarse historias; tan preciadas y fugaces como esas fotografías únicas que el momento y el lugar adecuado depositan entre las pestañas y el visor de un fotógrafo. Así llegó hasta mí la historia del error de paralaje o también cómo el crecer en lo analógico marcó las horas y la "pena" de uno de esos prestidigitadores de la luz.

Mediados de agosto de unas vacaciones familiares cualquiera. Los ahorros del año y ese piquito de la declaración de la renta habían generado el superávit suficiente para volar por primera vez en avión hasta las mismísimas Islas Baleares. Tan lejos de casa, la cámara de fotos cobraba un especial protagonismo en ese anhelo de conservar permanentemente los recuerdos, aunque fueran congelados, en miniatura y descuadrados.


Mamá y papá en la puerta del ayuntamiento, con más puerta que papás; los niños comiéndose un helado, sólo adivinado por los ojos chispeantes y las comisuras con churretes... y es que la vieja cámara de mamá no parecía ponerse de acuerdo entre lo que capturaba y lo que, más tarde, revelaba el estudio fotográfico de don Manuel. Las formas góticas de La Seu parecían hacerle guiños a un acalorado y fastidiado niño de unos siete u ocho años, con esa intuición centenaria propia de la piedra que observa, que cobija y refresca e, incluso, que escucha. De repente una petición: "mamá, ¿me prestas la cámara?" La mirada de mamá pasó del edificio a la cámara, de la cámara al niño y, finalmente, al marido que, divertido y bondadoso, acabó por encogerse de hombros. 

El niño recibió la cámara entre sus manos abiertas y dispuestas; la miró de frente, como esas miradas de conocerse y reconocerse. Observó el objetivo, el visor, el disparador, todos los elementos... Algo no le cuadraba, inquisidor le preguntó al aparato en silencio: "por qué nos haces mirar por un lado y capturas por otro". Se acercó el visor y se dio cuenta del error: el objetivo captaba una cosa y el ojo veía otra. Su mente ansiosa se activó y comenzó el desafío, el corazón le latía más rápido y la sangre era portadora de una adrenalina desbordante que le hizo olvidar, incluso, el calor de agosto y las plantas palpitantes de sus pies. Se movió un poco y actuó, "quizás si intento compensar la diferencia del ángulo y me olvido de que en el visor salga entera la catedral consiga una foto decente de estas vacaciones. Puede que haga una foto mejor que las de mamá, puede que consiga la foto estrella del álbum" y, entre el desfile de pensamientos, sus dedos presionaron por primera vez el botón de disparo, sellando el inicio de un camino. Bajó la cámara y sonrió con satisfacción, sabía que había librado una batalla sin resultados aparentes ni inmediatos pues aún había que esperar hasta el revelado para descubrir si resultaría victorioso o no.

Entonces no importaba la espera, todavía se sabía disfrutar de ella, saborearla.

Tiempo después, descubrió que estas cámaras padecían del "error de paralaje" que se produce cuando el visor no está montado en el mismo eje que el objetivo, por lo que la imagen mostrada no coincide con la ofrecida por el objetivo y en un café cualquiera respondió a la pregunta de su vida: "¿Por qué decidí ser fotógrafo? Porque la fotografía me hizo pensar". El paralaje de dos líneas vitales: lo que fue y lo que pudo ser entre el visor de un niño y el objetivo del destino. 

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