lunes, 17 de noviembre de 2014

Resiliencia

Las casas de vecinos tienen alma matriarcal. Entre sus muros nunca falta espacio, nunca sobra nadie, siempre hay guisos para dos multiplicados por tres. En sus pasillos corren los consejos a voz en grito y las risas, incluso, las soledades parecen repartirse como se debe compartir la intimidad. Eso que ahora se valora tanto, antes sonaba a caro, a "estirados" de postín. Las casas de vecinos son simples complejidades humanas en una forma de vida más primigenia, tan gregaria como esa protección de la compaña indispensable bajo el techo raso del cielo. Sus patios son el guiño a esa vida en la intemperie; nunca meros espacios de paso, siempre cofres de momentos, antesalas de la intimidad, confesionarios de secretos, pasarelas de lo cotidiano. 

Una vida que se extingue a pasos agigantados en casi todas las ciudades del mundo y que se sustituye por una estancia más silenciosa; donde se guarda y se respeta la intimidad como si también pudiéramos invadir al otro con la vida misma y tuviéramos que silenciar, incluso, las pisadas, sumidos en un cadavérico patio mudo, siempre impecable como la osamenta, y aséptico como la bandeja del forense. Vive y haz ruido, sé el ruido mismo, habla, grita, ríe, proclama y declama, despierta y crea desconcierto como esos patios, como este patio que nos viene a narrar con su voz de gitana curandera cómo se sanó el alma silente de un tal Anselmo. 

Al bajar las escaleras, en la esquina derecha de este patio ha echado raíces una silla. Un asiento que no se toca, ni se mira siquiera, sólo se tolera. Una silla que permanece ajena al bullicio natural de la vivienda, como si fuese un universo paralelo, alguien que se ha colado para ver la vida desde otra dimensión. Pertenece al único habitante de ese mundo: Anselmo, un ser perdido en las tinieblas de los hubiera, marchito de desilusiones, gris porque no supo colorearse de nada más que silencio. Incluso las arrugas de su rostro son inexactas. Dicen que nada hay más expresivo que los surcos en la piel; en su caso, se quedaron a medias entre un enojo y una duda, entre una lágrima y un reproche, poco fluía del viejo Anselmo más que temor ante el mismo desconcierto de su parca expresión. Pasaba el día entre su casa y el patio, las salidas a la calle eran contadas, recelaba de todo lo que oliese a bullicio. En esa silla de anea rumiaba su vida escuchando una radio metálica que ronroneaba felinamente en su regazo más que cantaba o tertuliaba. 

Una tarde otoñal, llegaron al patio dos nuevas integrantes: la hija de Lola,vecina del segundo B, y su nieta, Marina. La pequeña caminaba decidida detrás de su madre, envolviendo con la marea de sus ojos la orilla en la que iba a vivir. La niña era todo mirada, ojos enmarcados por pecas traviesas y pestañas como castañuelas. Era una de esas personas que han venido a ser agua, resiliencia entre las almas que no se dejan caer, esparciéndose por cualquier rincón y penetrando por cualquier ranura; capaces de moldear hasta el material más resistente y que sólo saben darse porque en esa vorágine de otorgar drenan su pureza. Entre el bullicio de la bienvenida vecinal, la niña miraba absorta a un don Anselmo ajeno al patio, se desprendió de la mano materna y se presentó ante un fantasmal anciano. El viejo se giró automáticamente dándole un perfil cualquiera pero la niña lo siguió casi a la par y se colocó, justo de un brinco, entre sus piernas abiertas. La escena se congeló y los vecinos miraban la escena atónitos en espera de un violento ademán del anciano. La niña expandió las comisuras de sus labios y le dedicó una sonrisa que nada tenía que envidiarle al reflejo del sol estival sobre el mar. Una mirada indiferente la cogió por los brazos y la apartó sin pena ni gloria, se levantó renqueando y con torpeza reumática cerró la puerta del bajo. Marina quedó ahí, segura de que este señor estaba descompuesto porque ni una sola vez su sonrisa había resultado ignorada. 

Desde ese día, niña y anciano ocupaban rincones opuestos, la niña bajaba las escaleras y se sentaba en el último peldaño observando con curiosidad infantil cada gesto del viejo, como si estudiase un libro antiguo escrito en un idioma desconocido y ella fuera la arqueóloga que debía descifrar los códigos perdidos que le permitirían abrir la puerta del cuarto de los secretos. Su mamá le había leído la historia de un tal Alí Babá que con tan solo una palabra pudo conseguir que una montaña de piedra se abriese por la mitad y se convirtiese en la cueva del tesoro. Ella quería ser como Alí Babá y abrir al viejo Anselmo a la vida para que le mesara los cabellos como hacían todos los demás tras dedicarles la niña una de sus sonrisas. 

Una mañana decidió levantarse antes que toda la vecindad, bajó los peldaños todavía en camisón y con el cabello ensortijado por la impaciencia nocturna se sentó en la silla de Anselmo. Pasó un rato y empezó a escuchar el ronroneo radiofónico, la cafetera e, incluso, las pantuflas arrastradas al monótono compás de las piernas renqueantes. La puerta se abrió, primero salió el aroma del hogar y luego, el anciano. Miró la silla como si no fuese la misma y es que la chiquilla odiosa de doña Lola estaba sentada en SU SILLA, era la primera vez que alguien osaba invadir su espacio, su templo, su atalaya. Algo calentaba su garganta y, por desgracia, no era el café, parecía que una palabra iba a salir catapultada pero, por falta de costumbre, sólo pudo carraspear con violencia. Marina sonreía triunfante, "cómo podía abrir tanto las comisuras" se preguntó el anciano. Ella seguía sin moverse con el brillo de las constelaciones marinas en sus ojos, las rodillas del anciano se flexionaron con relinchos y extendió los brazos para alzar a la niña fuera de SU espacio como si en ello se le fuera la poca vida que le quedaba. La pequeña se tiró a sus brazos y se agarró a su cuello riendo con la melodía de las caracolas en su corazón y la fuerza de la ola invernal; Anselmo trastabilló mientras la pequeña posaba un beso sobre las arrugas incoherentes del anciano.   

El beso hecho gota penetró en la gruta dormida, los recuerdos de todo lo que pudo ser y no fue se colaron por la ranura y salieron disparados cual géiser por los cristalinos del anciano. Era la primera lágrima de Anselmo desde que se había prometido a sí mismo, en la sala oscura del orfanato donde dormían hacinados, que nunca volvería a llorar por nada ni por nadie, porque él era hijo de la nada y nada debía ni sentir ni sufrir. Sufrir es vivir, vivir es sentir. La niña lo miraba victoriosa mientras continuaba abrazada de su cuello y, entonces, entre carcajadas, gritó al patio: "Ábrete sésamo".   

1 comentario:

  1. Me encantan las fotografías que cobran vida y, más aún con esta preciosa narración.
    Veo ese libro publicado ;)

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