sábado, 29 de noviembre de 2014

Ojos de urbe

Las hay anónimas y simples; icónicas y profusamente adornadas; modernas o tradicionales, pero todas ellas son las pupilas nocturnas de nuestras poblaciones; bajo sus pestañas de hierro nuestros movimientos se pasean entre sombras, desfilando por calles, avenidas y plazas. La luz y el hombre, las tinieblas y el espíritu; ellas que nos salvan en la tierra como el haz del faro lo hace en el mar. La fascinación humana por vencer la obscuridad nos acerca a los dioses. En las tinieblas nos empequeñecemos, nos encontramos con las raíces de nuestros miedos, de nuestras inseguridades; en la luz, nos vencemos, nos hacemos grandes; esa fue la venganza del titán Prometeo, hacernos autodependendientes. 

Las luminarias parecen dirigir su propio espectáculo nocturno, como directores de fotografía deciden la luz entre las esquinas, reflejan las sombras en los rostros que guardan conversaciones a medias entre labios apasionados y abrazos pausados y, graban, recopilan todas las historias que han alumbrado como luciérnagas de hierro. En esta ciudad de sal tan niña y tan vieja, las farolas hacen y deshacen las noches espectrales. Desde mi infancia, la luz cálida de las farolas gaditanas y el rocío nocturno se han fusionado como telón de fondo de todas las historias de hoy y siempre. La mente inquieta, ansiosa y fantasiosa de esta niña sólo necesitaba de ese empujón para ver mezclados entre los gaditanos de hoy a los de ayer.


Así, una noche cualquiera, interrumpí la conversación de estas farolas que evocaban nostálgicas unas manos firmes surcadas de arrugas y durezas de labores. Me escondí en un portal y comencé a entrever cómo los pies de una escalera de pared se proyectaban entre la neblina y el halo amarillento. Poco a poco, el resto del objeto, unas botas negras y un abrigo del mismo color, largo hasta casi los tobillos, que bailaba al compás de unos brazos diestros y eficientes hicieron aparición. La espalda, algo encorvada, la coronaba un sombrero que reposaba sobre una cabellera cana. Las farolas se mostraban complacientes cual adolescentes enamoradas. El farolero las mimaba, vertía el aceite y encendía las mechas con la solemnidad de una liturgia y el cuidado de un padre para con su hijo. Antes de bajar los peldaños y desaparecer, el anciano irguió el cuello y les lanzó una mirada llena de insólita adoración, de ilógico amor, de embelesado agradecimiento más allá del tiempo y del espacio. 

Cuando la pared del edificio actual rebotó su imagen anodina de nueva cuenta sobre mis pupilas, dejé pasar unos segundos antes de salir de mi escondite y apoyé la palma de la mano sobre la superficie de piedra ostionera; quise conectarme con ese instante evocado por la nostalgia, quise sentir las manos del sereno junto a las mías para comprender cómo vivir para guardar el sueño de una ciudad, cómo proteger la luz de nuestra civilización hecha objeto y, sobre todo, para hacer mío el respeto con el que había mirado algo tan anodino y tan insignificante como la farola de una esquina cualquiera. 

Porque hay cosas que no deberían abandonarnos.


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