jueves, 22 de octubre de 2009

De lo encontrado y lo perdido



Solemos pensar que hay ciertas edades para vivir experiencias
y descubrir nuestras cualidades, nuestros talentos y nuestros defectos. El ser humano parece estar en continuo movimiento, en continua evolución física, desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, tal y como atestigua la piel con su película hacia la descomposición final de nuestra vida. Sin embargo, este movimiento no se corresponde equitativamente con lo que a cualidades o talentos se refiere, pues estos viven encadenados a ciertas edades y más allá de ellas no se espera que ocurra lo que no debe acontecer. La historia que voy a narrar a continuación contradice el hermetismo de lo descubierto cuando no había nada que descubrir, es un canto de esperanza y una llamada de atención para los que dejaron en el camino talentos desconocidos.

Esas navidades de 1993 apareció, entre las muñecas, los juguetes y los cuentos, un regalo poco habitual que se correspondía con la necesidad de despertar en los niños las cualidades que poco a poco podían ir descubriendo en su desarrollo. El caballete tenía un lazo rojo en el extremo superior y venía acompañado de un lienzo y de su estuche de pinturas para principiantes. Lo primero que pensé fue dónde colocaríamos en la habitación de mi hija ese objeto tan estorboso, recé para que el capricho le durara más de dos días y que no terminara como un perchero bohemio con pretensiones artísticas.

 Tras lo vertiginoso de las fiestas, volvimos a la rutina y Anita tuvo tiempo de explorar su regalo con detenimiento. Una tarde cualquiera, apareció en la cocina con sus ojos inquietos y me pidió que pintara con ella, miré los platos que se acumulaban en el fregadero y sentí el dolor de espalda que me encadenaba al sofá, pero pensé que como madre sería bonito acompañar a mi hija en ese descubrimiento y quién sabe si algún día cuando se hiciera una pintora famosa ante una multitud de periodistas curiosos contaría la anecdota compartida con su madre de la primera pintura. Antes de ser madre, me había repetido una y mil veces que mis hijos vivirían todas las experiencias que yo no pude sentir, que tendrían todas las herramientas para descrubrirse y desarrollarse como individuos en la búsqueda de sus personalidades y de sus habilidades y pintar con Anita era parte de ese descubrimiento, además de una forma inmejorable de resarcir lo perdido en mi propia infancia.
Decidimos pintar una pradera verde con una casa al fondo y un cielo plagado de nubes borreguiles, sacamos la paleta de colores e inmediatamente la textura de la pintura llamó mi atención, nunca antes había experimentado un acercamiento a los colores de esa forma tan minuciosa y tan diferente a las creaciones con "brocha gorda". El óleo es una materia muy noble que te presta sus colores frescos y permanecen en el letargo de la paleta hasta que el pintor decide volver a resucitarlos, nunca se desperdician y siempre te muestran su mejor textura. El pincel se deslizó casi de forma natural por mis manos y tras cinco minutos la pintura me atrapó de una forma inexplicable, no sé si fue el olor penetrante del aguarrás pero caí en una especie de trance del cual desperté tres horas después cuando Anita se sentó a mi lado y me preguntó si quería galletas. La miré y le sonreí y luego miré el lienzo en el que había estado trabajando de forma hipnótica, no podía creer lo que había cambiado el prístino lienzo, las nubes coronaban una pradera sin terminar, pero la textura era tan similar a la que observaba en el campo cuando era pequeña que sólo faltaba sentir la brisa en mi rostro.
-Mamá parece una ventana, termina el campo para que lo podamos colgar.
Yo me reí nerviosamente y le dije que continuaríamos mañana, aunque en realidad no podía esperar, tenía miedo de volverlo a intentar y que el resultado no se repitiera. Cómo era posible que sin haber sentido inquietud alguna por la pintura o el dibujo, sin haber asido un pincel entre mis dedos, esas nubes hubieran flotado entre mis trazos. Cómo era posible que a los treinta y tantos apareciera ante mí la posibilidad de tener talento para algo, cuando tantos otros intereses e inquietudes se había escapado de mi futuro o se me habían negado por tantas y variopintas razones. Al día siguiente, cuando la casa se quedó silenciosa y todo estaba sin hacer a la espera de mis manos hacendosas, el mundo se interrumpió de nuevo y el campo de mi lienzo se extendió por el rugoso material con vívidos y vibrantes tonos de verdes que le dieron vivacidad y volumen al paisaje. Había vuelto a pasar, me había demostrado a mí misma que no había sido casualidad esa repentina aparición de un talento desconocido y nunca anhelado. Me levanté y retiré del caballete el lienzo terminado, cuidadosamente lo deposité en la cama de Anita y comencé las actividades rutinarias con el corazón lleno de curiosidades perdidas y posibilidades recuperadas ante ese soplo de aire fresco en el desierto abrasador de las decepciones.

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