viernes, 11 de septiembre de 2009

Graciela y sus sueños libres



A los diez años muchas cosas quedan fuera de alcance, como si se tratara de una fotografía desenfocada. Pienso todos los días en las cosas que se encuentran fuera de mí como niña y fuera de mis posibilidades como mujer. Me gusta sentarme en la entrada de mi pueblo y ver cómo construyen la carretera que un día me llevará fuera de Tequesquitlán, observo a todos los integrantes de esta batalla de ingeniería, muchos pertenecen a este pueblo de montaña y silencio; otros, al ruido de las ciudades o al movimiento de las costas. Estos últimos son fácilmente detectables por las muecas que realizan a lo largo de su jornada, algunos no soportan la aridez del terreno, otros, los olores que trae el viento y los restantes, sostienen sobre los hombros rostros melancólicos de tiempos más acelerados y esos como yo, miran fijamente al horizonte de la carretera que los llevará fuera de aquí. Mil veces he soñado de una forma tan intensa que manejaba mi propio carro mientras las ruedas me llevaban por las sinuosas curvas de la carretera que memorizo día tras días mientras la van construyendo, y en todos esos desvelos, me he levantado en mitad de la noche con un ataque de risas y lágrimas jubilosas contenidas que mi hermana Mariana sofoca con un codazo en la almohada de al lado y es que comprar un coche me quita el sueño, no paro de pensar cómo será el día en que pueda tener la llave de mi pasaje a la carretera, cuando nadie me diga qué hacer, cómo hablar, sentarme, contestar o sin sombras que limiten mis horas de ensueño o mis ganas de bailar.


En mi pueblo, la vida comienza muy temprano, incluso antes del amanecer, pues todo gira en torno a la tierra, a sus necesidades y a sus caprichos. Muchas veces, al ponerse la tarde y observar cómo van regresando los hombres a casa, se me han antojado un desfile de hormiguitas cansadas y pesadas que viven de la tierra y para la tierra. Los rostros, ya sean más jóvenes o más viejos, lucen similares, delineados y perfilados con los mismos surcos trazados por ellos en la tierra y la tierra, que es recíproca, se los devuelve como un espejo en sus rostros y en sus manos, ásperas e inmensas como la tierra en sí misma, de este modo, los hombres de mi pueblo son espejos de sus campos. Igualmente, todos los habitantes de Teques son arrastrados por la vida caprichosa de la naturaleza, niños, mujeres, comerciantes, funcionarios e incluso el cura del pueblo, don Eustaquio, nos vemos arrastrados por una corriente de actividades rutinarias con un origen necesario pero infértil en su finalidad, por ejemplo, por más que nos esmeremos mis hermanas y yo en mantener la calle de nuestra casa libre de tierra, diez minutos después todo vuelve a estar igual que al inicio, pero lo hacemos porque así espera el ritmo de nuestro pueblo que suceda, sin importar nada más, hay que salir a mantener la calle libre de polvo durante diez minutos.

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