lunes, 28 de septiembre de 2009

La soledad del oyente


Suena el teléfono por tercera vez consecutiva, Laura levanta la vista con el acto reflejo agónico del timbre molesto e incesante, deja el libro sobre la mesita de noche con un gesto pausado y pesado como si fuera el último gesto del día y mientras se dirige al teléfono, hace un recuento mental de todas las veces que la obsequiaron con bonitos y apaciguadores comentarios del tipo: "nunca nadie me había escuchado como tú"; "gracias por ser mi amiga, tía y escucharme siempre"; "con tu sensibilidad y empatía, tienes el talento de entender a la gente" o peor aún "podría pasarme toda la vida contándote cosas". Desde niña, todos habían encontrado en sus oídos remansos de horas de escucha a sus quebrantos diarios, recovecos invadidos de sus lamentaciones, el tímpano del desahogo en las horas abandonadas. Miles de monólogos presenciados por el paso de las etapas, durante la niñez sus oídos ausentes registraton deseos y preguntas, peleas con hermanos y anécdotas de los padres; en la adolescencia, las cuestiones del amor temprano, chismes de instituto y las vestimentas a la moda colmaron hasta límites insospechados los niveles de audición y en la edad adulta, la tristeza de la rutina, de los amores y afectos perseguidos, encontrados, abandonados y reciclados eran los adornos de sus horas libres.


Durante todos esos episodios de escucha infértil, nunca nadie había llegado más allá de las esperadas buenas formas al iniciar con un "¿cómo estás?", Laura odiaba esa pregunta siempre sin respuesta, pues era el reflejo de la soledad más absoluta: la obviedad de que no importaba nada más que la apremiante necesidad de vomitar sus preocupaciones o celebrar sus triunfos. En la soledad del oyente nunca suena el teléfono con la finalidad de saber qué pasa por tu corazón y codifica tu cabeza, los oídos nacidos para escuchar a los demás son abandonados de su propio descanso y la sustitución por los labios nunca llega, eclipsados por su maravillosa capacidad de comprensión olvidan cuán necesario es que las palabras también tengan protagonismo en su sufrimiento o inquietudes y son, a pesar de lo que muchos puedan observar en ese ir y venir de conversaciones, los más solitarios y abandonados.


-Diga.

-Hola Laura, soy yo, ¿estabas haciendo algo? Tengo que contarte lo último...

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