martes, 22 de septiembre de 2009

Las manos del abuelo


Sentada al final de la mesa observo el movimiento constante, firme y pausado de las manos de mi abuelo mientras el cuchillo pela la piel de una naranja, en un segundo toda la cocina huele al cítrico soleado y las pequeñas gotas del jugo abundante han formado sus diminutos lagos en el mantel de mi abuela. El movimiento se vuelve hipnótico y me hace reparar en los surcos de su piel, las manos de mi abuelo reflejan su vida y su persona: son grandes y fuertes como su espíritu que nos protege y nos guía en esta aventura de ser familia; son seguras y firmes como sus pasos y sus acciones que nunca miraron atrás más que para recordar lo recorrido y hacernos partícipes de sus idas y venidas, de los vaivenes del camino, de lo rápido de su vereda cuando el camino se parece al verde de una vega y los sabores de una conquista cuando la tormenta derrota la sequía; son ásperas y rugosas como la corteza del viejo árbol que nos da cobijo al final de un día de sosiego estival y nos cuenta lo que sus raíces guardan mientras sostienen la tierra.


Una mano deja el cuchillo y comienza la separación del fruto en gajos, mientras, he llegado a la conclusión de que cuando sea mayor quiero tener las manos de mi abuelo, labradas de esfuerzos y de experiencias, firmes de convicción y sueños cumplidos entre tardes de sol, llenas de vida al sostener pacientemente las manos de sus nietos para saltar piedras y ríos, inmensas de caricias y consejos que mostrar, eternas como el surco de los campos en su viaje al retorno-comenzar y pacientes como para pelar una naranja y hacer de ese instante una obra de vida reflejada en la pupila de una niña con el misterio de esas pequeñas cosas que hacen de nuestros ojos un cristal diferente.

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