miércoles, 30 de septiembre de 2009

Horas de oficina


El reloj domina la vida y la panorámica de la oficina, en todo el edificio debe haber al menos 10 relojes posicionados estratégicamente, sumiendo a más de uno en la desesperación de su percusión burlona, haciendo guiños de ojos saltones llenos de pestañas que miden el ritmo del día. En el desierto del trabajo de oficina y la cárcel disfrazada de los escritorios, se muestra invencible el reinado del tiempo baldío y yermo. Día a día, el mismo desfile de sombras grises vaga por las instalaciones jugando a trabajar, escondiéndose de sus sueños de libertad más allá de las miradas del reloj, escapando con ojos perdidos a momentos donde el tiempo se esconde para hacernos creer que ha desaparecido pero cuando huimos de su presencia en la muñeca, se pone el sol y llega la noche, recordándonos que rige nuestras vidas con su caprichoso manejo del espacio.


Miles de personas desconocidas participan diariamente de esta suerte de esclavitud disfrazada en la que por sostener las necesidades de la oferta y la demanda, se vuelven invisibles, traicioneros, sigilosos (rezando por pasar un día más liberados de las absurdas conversaciones de lo mundano), escandalosos para justificar su importancia y existencia en la nada de la oficina, deseosos de ser recordados, destacados y reconocidos en la estrategia empresarial, molestos y decepcionados de lo que tuvieron que dejar atrás. El tiempo en la oficina no es más que un teatro desmantelado de lo que se supone que debe ser un trabajo: la ocupación productiva y fértil de una, dos o miles de horas realmente aprovechadas, decididamente empleadas. Cuántos no tenemos la desgracia de participar en esta farsa de la oficina, con las máscaras incrustadas en nuestros rostros nos movemos en un vals de muecas, en una Venecia decadente donde unos y otros se vigilan, se mienten y se olvidan de sí mismos para dejar paso a Kronos con sus vestimentas reales hechas de todos los momentos preciosos que abandonamos por el tiempo irreal; entre risas nos observa con sus ojos negros infinitos y precisos, certeros de poseer nuestro destino al igual que nuestras horas. De repente, alguien deja de escuchar el sonsonete del reloj en su vida, comprende que el momento es y será siempre el mismo, abandona las filas del baile y respira el aire de la mañana a horas prohibidas, siente que le roba horas al dueño del tiempo y le recuerda que si bien somos esclavos de su medición, también somos dueños de nuestros movimientos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario